Discrepando de los amargos comentarios de quienes piensan que Chile resultó perjudicado con el fallo del diferendo sobre la frontera marítima entre Chile y Perú, creo que nuestro país salió incólume de un conflicto en el cual –si la Corte hubiese dirimido el caso en equidad– la frontera pudo haberse fijado bisectando el ángulo formado por las líneas de base de las costas de ambos países; ya que la bisectriz es la línea equidistante de los lados de un ángulo.
Pienso que el mayor mérito del fallo fue dirimir una contienda en forma razonable, ajustada al derecho, poniendo fin al encono entre dos países hermanos. De allí que también discrepo de quienes han reaccionado propiciando la denuncia del Pacto de Bogotá. Cuando no existe un buen árbitro, ¿Qué alternativas quedan? La enemistad o la guerra. Y ninguna de ellas conviene a dos países que se complementan y se necesitan mutuamente.
Pero hay más: el Presidente peruano Ollanta Humala ha afirmado que ya no existe ningún problema limítrofe con Chile. Y ha agregado que el único asunto pendiente es la integración. Bella palabra ésta de cuyo valor da elocuente muestra la Alianza del Pacífico cuya estatura comercial la sitúa en el sexto lugar entre las economías del mundo.
Y todavía hay más: si la frontera terrestre y marítima entre Chile y Perú están resueltas, nuestro país podría negociar una salida al mar con Bolivia precisamente junto a dicha frontera y no dividiendo su territorio con la absurda propuesta de hacerlo a la altura de Antofagasta.
También Chile y Bolivia se necesitan. Y la negociación del antiguo anhelo de Bolivia de un acceso soberano al mar bien podría compensarse con recursos hídricos o con petróleo o con territorio equivalente e, inclusive, con la combinación de estos elementos.
Con todo, existe una solución mejor que todas las propuestas hasta ahora. Ella consiste en la unión política, cultural y económica de todos los países latinoamericanos que concentre todos sus recursos humanos y naturales en una sola potencia soberana que los represente.
La Unión Latinoamericana permitiría a nuestros países dar un salto gigantesco al transformarse en una potencia con 590 millones de habitantes, con un territorio y riquezas superiores a la Unión Europea y a los EE.UU., con la transformación de economías exportadoras de materias primas en productoras de bienes con tecnología incorporada, con un PIB inicial de cinco billones y medio de dólares y la elevación de la cultura y la calidad de vida de nuestros pueblos.
Derribadas las fronteras, se acabarían los conflictos limítrofes, terminaría la carrera armamentista que despilfarra anualmente más de 50.000 millones de dólares. Nuestros pueblos tendrían una sola nacionalidad, una sola moneda y una sola patria: la gran patria latinoamericana.
Sabemos que la ruta de este sueño es larga y pedregosa. Pero, por eso mismo, alguna vez deberíamos iniciarla.