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Ley de Despenalización del Aborto, observaciones a su tramitación en Argentina.

Concluye el autor expresando que el problema principal que surgía de la norma votada en Diputados radicaba en que no se admitían en ella objeciones institucionales o corporativas.

24 de septiembre de 2018

Recientemente, Marcelo J. López Mesa, académico argentino, publicó un análisis sobre el proyecto de ley para despenalizar el aborto tramitado en su país, haciendo observaciones jurídicas a lo que a su juicio debe resolverse para cuando vuelva a discutirse el recientemente rechazado proyecto.

Primero, en el documento se hace hincapié en definir la naturaleza de la obligación que compromete el médico en un aborto. Así, se refiere a que la medicina puede ser terapéutica o satisfactiva. El aborto puede encuadrar en cualquiera de estas dos grandes categorías, dependiendo de si en el caso concreto está en riesgo la vida de la madre o no. Si se trata de un aborto terapéutico, la obligación del médico será de medios. La obligación del médico consistiría en practicar el aborto efectivamente y, a la vez, salvaguardar la vida de la madre. Y, si no se trata de un aborto terapéutico, la obligación será de resultado. En los casos en que la vida de la madre no esté en juego, ni haya necesidad terapéutica, el aborto comporta para el médico una obligación de resultados, consistente en obtener un doble objetivo: interrumpir el embarazo eficazmente y, a la par, preservar la vida e integridad física de la mujer.

En segundo lugar, a la cobertura de los gastos y costos del aborto. La norma votada en Diputados preveía que el aborto no tendría costo alguno para la persona que lo requiriera. Si bien ningún artículo lo decía expresamente, tal gratuidad surgía de la conjugación de dos de sus normas. De ambas normas de la ley votada en Diputados surgía que si la persona que hubiera requerido el aborto tenía obra social, ella cargaba con los costos del procedimiento de interrupción gestacional; y si no la tiene, sería la medicina pública la que realizara gratuitamente el procedimiento. Es que, si el art. 11 garantizaba a la mujer o persona gestante el derecho de acceder a la interrupción voluntaria del embarazo en el sistema de salud en un plazo máximo de cinco (5) días corridos desde su requerimiento, claro estaba que el pago de los costos de tal derecho no podía significar una limitante para su ejercicio en aquellas personas que no tuvieran obra social o no puedan costearlo.

En tercer lugar, se refiere a las facultades para requerir el procedimiento. El autor expone que el artículo 8 de la norma que rechazó el Senado requería el consentimiento informado de la mujer o persona gestante, expresado por escrito y aclaraba que ninguna mujer o persona gestante podía ser sustituida en el ejercicio de este derecho. El autor puntualiza que el concepto de “persona gestante” quedaba reservado para quien, siendo biológicamente mujer, había mutado su género al de varón, adecuando su imagen y sexo en los documentos a este cambio, pero conservando la aptitud de concebir y embarazarse.

Enseguida, en cuarto lugar menciona la ausencia de autorización judicial. Es decir que, como regla, si se hubiera sancionado, quien opusiera al requerimiento de la persona legitimada para ejercer el derecho una excusa tal, hubiera caído en un supuesto de responsabilidad. Excepcionalmente, en el caso de menores de entre 13 y 16 años, que no hayan cumplido todavía esta última edad, si los padres no estaban de acuerdo, hubiera debido requerirse la autorización judicial, pese a lo enfático de la regla de exclusión judicial. Es que, en ese caso, no habría legitimación suficiente de la persona gestante para requerir válidamente el procedimiento abortivo.

En quinto lugar, referido a la mayoría de edad sanitaria, explica que desde la entrada en vigencia el Código Civil y Comercial, el 1 de agosto de 2015, se ha reconocido una capacidad progresiva a los menores. Así, en caso de que una menor que había cumplido los 16 años, de convertirse en ley el proyecto, hubiera requerido este procedimiento interruptivo, los padres no se podrían oponer a él, ni se debería informar al juez de tal oposición, ya que la norma autorizaba a la menor gestante a disponer por sí el ejercicio de este derecho. Si, en cambio fuese el caso de una menor de entre 13 y 16 años, hubiese debido respetarse el interés superior del/a niño/a o adolescente y su derecho a ser oído. Es decir que no podría haber sido resuelta la cuestión sin oír a la menor, aunque la voluntad de ésta no era autónoma para requerir el procedimiento. Para estos casos, este jurista opina que podría haber sido el juez involucrado en el procedimiento, contraviniendo la regla general del proyecto de ley.

En sexto lugar, en relación a la responsabilidad de los establecimientos de salud y los médicos, explica que la norma establecía una grave responsabilidad al establecimiento de salud al que se requiriera el procedimiento, la de garantizar la realización de la práctica interruptiva del embarazo en los plazos y condiciones que ella establecía. Es decir que el incumplimiento de las normas de la ley de despenalización, podía generar diversas responsabilidades: la del establecimiento asistencial requerido, la de su director y la de algún o algunos médicos que a título personal se negaron a cumplir el procedimiento. Estas responsabilidad eran concurrentes, por lo que una no excluye a las otras; ello así, quien se hubiera considerado perjudicado podría demandarlos a todos los involucrados o elegir a alguno solamente para reclamarle los daños que considere haber sufrido. Además, el proyecto de ley de despenalización establecía que la interrupción voluntaria del embarazo debe ser realizada o supervisada por un/a profesional de la salud. El o la profesional de la salud interviniente, el mismo día en el que la mujer o persona gestante solicitara la interrupción voluntaria del embarazo, debía suministrar información sobre los distintos métodos de interrupción del embarazo, los alcances y consecuencias de la prosecución de la práctica y los riesgos de su postergación. Es allí donde estaba otro serio inconveniente en su opinión, ya que los plazos que establecía la norma eran estrechos y angustiosos, si la práctica interruptiva era requerida a un establecimiento público de salud, saturado de pacientes.

En séptimo lugar, en cuanto a la exoneración de responsabilidad de los médicos, expone que el proyecto de ley de despenalización disponía que ningún profesional interviniente, que haya obrado de acuerdo con las disposiciones de la presente ley, estaría sujeto a responsabilidad civil, penal o administrativa derivada de su cumplimiento. Luego, dejaba a salvo los casos de imprudencia, negligencia e impericia en su profesión o arte de curar o inobservancia de los reglamentos y/o apartamiento de la normativa legal aplicable, casos que sí podían generar responsabilidad de los profesionales.

En octavo y último lugar, relativo a la objeción de conciencia médica, desarrolla la idea de que políticamente, la objeción de conciencia médica fue el canal que encontró el legislador para asegurarse los votos necesarios para votar favorablemente la norma en Diputados. No se puede sancionar una norma que habilite el aborto legal sin admitir, a la par, esta figura, pues ello sería inconstitucional.

Sobre ello, si bien la ley rechazada no lo mencionaba, al autor le parece que dado el modo en que quedó redactado el texto votado en Diputados, solamente admitiría la objeción de conciencia en los procedimientos previos a la expulsión del feto, más no en los posteriores a ella, que atañen al cuidado y preservación de la vida y salud de la mujer o persona gestante que ha abortado, lo cual advierte problemático. La objeción de conciencia podría mutar, en casos tales, en delitos penales típicos, con serias consecuencias para el supuesto objetor. Además, aclara que la objeción de conciencia no era en el marco de la norma proyectada un procedimiento fácil para librarse de la obligación de realizar abortos que se establecía para los profesionales de la salud, sino que ellos debían realizar una manifestación de objeción a la práctica, por escrito y previamente al caso puntual. Y había un límite más a la objeción de conciencia: el objetor no podía ejercer su derecho a negarse a la interrupción voluntaria del embarazo, si la vida o la salud de la mujer o persona gestante están en peligro y requieran atención médica inmediata e impostergable.

Con todo, concluye el autor expresando que el problema principal que surgía de la norma votada en Diputados radicaba en que no se admitían en ella objeciones institucionales o corporativas, emanadas de determinado sanatorio, colegio o servicio. Esto equivale a indicar, que en ese marco, la objeción de conciencia era siempre individual y respecto de cada médico, estando vedada la objeción institucional o de un colectivo o grupo: de tal modo, se admitía que uno o más médicos se declaren contrarios a realizar estas prácticas y se inscriban en un registro de objetores, pero no se permitía que un servicio o una comunidad médica entera. El problema más serio a su juicio radicaba en que, a través de la prohibición de la objeción de conciencia institucional, se podía obligar a sanatorios pertenecientes a una comunidad religiosa a violar sus sagrados mandamientos, lo que no pasaría el test de constitucionalidad.

 

 

Vea texto íntegro de la publicación.

 

 

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