En una columna publicada recientemente, Matías Morel Quirno, abogado argentino, analiza el alcance del secreto profesional frente al deber de denunciar delitos, en relación con la obligación de denunciar prevista por el artículo 18 de la ley nacional 26485 en casos de violencia de género en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), que adhirió a esa normativa mediante la ley local 4203.
El autor principia indicando que existen dos posturas sobre el secreto profesional. La primera de ellas corresponde a la postura tradicional o mayoritaria, la cual otorga preeminencia al deber de resguardar el secreto profesional sobre la obligación de denunciar delitos perseguibles de oficio; para esta mirada, ese secreto es absoluto e infranqueable. En este sentido, el deber de guardar el secreto profesional tiene sólidos fundamentos éticos y jurídicos para apuntalar la relación médico-paciente y encuentra anclaje en profusos instrumentos internacionales, regionales, constitucionales, nacionales, locales, como también en diferente jurisprudencia regional y nacional en la materia, que le otorgan solvencia argumental.
El columnista señala que la postura minoritaria considera que cada profesional en cada situación en particular evalúa la decisión de denunciar o de conservar el secreto profesional, y equipara y exime de reproche jurídico la adopción de una u otra, con foco en disminuir la incidencia de los riesgos del actuar delictivo. Así, se pone énfasis en que el riesgo asumido por la persona que delinque y concurre a un nosocomio público por asistencia médica incluye la posibilidad que la autoridad pública conozca la existencia del delito. En esos casos extremos, se somete al profesional de la salud y a su equipo a una verdadera encerrona que conduce a violar una u otra norma jurídica, pues se guarda el secreto profesional o se denuncia la comisión de un hecho delictivo conocido; así, si el médico denuncia puede ser sometido a un proceso penal por violación de secreto profesional, y si mantiene silencio se erige en encubridor de un delito. Constituye un dilema ontológico y su respuesta variará de acuerdo a la primacía que cada decisor jurídico atisbe sobre los derechos y deberes en pugna del paciente que delinquió, del médico tratante, y del propio Estado. Consiguientemente, no existe un deber jurídicamente exigible de denunciar ni otro de resguardar secreto sino una potestad profesional de obrar en uno u otro sentido, según su propia conciencia moral, que debe entenderse como un potencial planteamiento de objeción de conciencia frente al deber de denunciar, pero no como un impedimento para obrar. Ambas posibilidades de actuación serán legalmente válidas y lícitas, aunque imposibles de satisfacer a la par, pues se contraponen; no existe la posibilidad teórica normativa de satisfacer ambos deberes jurídicos al mismo tiempo. Quien se enfrente al deber de denunciar y al deber de no hacerlo nunca actuará antijurídicamente, y no será objeto de sanción penal por ausencia de antijuridicidad.
A continuación, la columna expone que al menos en la CABA no existe colisión alguna de deberes en los profesionales de la salud, pues cuando conozcan hechos de violencia sufridos por mujeres en contexto de violencia de género deben denunciarlos ante las autoridades correspondientes, constituyan o no delito, sin que exista el condicionamiento del secreto profesional. En este escenario, y contrariamente a las dos posturas señaladas previamente, el autor concuerda con el jurista Marcelo Riquert en que la discusión sobre el secreto profesional frente a la obligación legal de denunciar, al menos en casos de violencia de género, exhibe un dilema ficticio, pues la legislación es clara y no presenta contradicción normativa alguna en la CABA. Así, arguye, el profesional de la salud que detecta un cuadro de violencia de género en la CABA y, frente a ese acontecimiento, radica su denuncia, realiza una conducta en cumplimiento del deber jurídico que le impone el artículo 18 de la ley nacional 26485 –en la CABA adherida por ley 4203–, circunstancia por la cual no comete delito alguno, pues su accionar excluye cualquier antinormatividad posible, es decir, deviene atípico ante la ausencia de conflictividad. Además es lógico que el profesional de la salud denuncie cualquier situación que aprecie de violencia de género, ya que la mujer inmersa en ese contexto con frecuencia naturaliza la violencia sufrida y no visibiliza el daño que padece, con el consecuente peligro inminente que corre su integridad psico-física; en estas condiciones, ese profesional, a diferencia de lo que ocurre en casos de aborto, no coloca a la mujer víctima en la disyuntiva de afrontar una consecuencia jurídica disvaliosa ante el anoticiamiento del cuadro que la aqueja, como tampoco esa mujer víctima incurre en infracción legal alguna si con posterioridad ratifica la denuncia en sede judicial.
Vea texto íntegro de la columna.
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