Jorge Correa presenta en una columna reciente (Véase relacionado) una especie de crítica a algunos de los argumentos que he defendido acerca del uso de la idea de constitución en las impugnaciones ante el Tribunal Constitucional de las reformas sociales del actual gobierno.
No puedo sino coincidir con Correa en la crítica contramayoritaria que hace de las normas constitucionales sustantivas, y, por lo mismo, defiendo también la bondad de constituciones minimalistas que establezcan procedimientos de decisión antes que decisiones definitivas.
Sin embargo, también es cierto que la Constitución que actualmente nos rige no ha seguido el camino que tanto nos agrada a Correa y a mí. Por el contrario, la Carta Fundamental ha establecido un frondoso número de garantías constitucionales y un poderoso tribunal constitucional diseñado expresamente para protegerlas.
Así las cosas, es en la conducta que debe esperarse del Tribunal Constitucional en este contexto, donde, al parecer, estaríamos ambos en desacuerdo.
Veladamente la crítica de Correa se dirige tanto a aquellos que pretenden nuevos diseños constitucionales plagados de derechos (crítica que, como adelanté, comparto) como a aquellos que “inflan” las garantías constitucionales para acorralar aún más a las mayorías y así obtener triunfos que consoliden lo que sería una agenda progresista. Este último mal me lo endosa y es aquí donde, creo, yerra. En efecto, Correa presenta su posición como una que defiende mejor a las mayorías mientras que la mía conllevaría un “detrimento del poder del electorado y para privilegio de juristas». Creo que es justamente lo contrario.
Aceptando la vaguedad del lenguaje constitucional y su propensión a la confrontación axiológica me parece que es mucho más protector de las mayorías exigir que aquel examen de constitucionalidad sea más complejo y sofisticado (tal como propongo) que “fingir” que ese control se compone de un mero contraste y ajuste entre dos preceptos jurídicos. La forma como Correa ve el juicio de inconstitucionalidad refleja, creo, esa ingenuidad: una parte sería parcial defendiendo la vigencia de una norma constitucional (derecho a la educación, por ejemplo), la otra haría la suyo con otra norma constitucional (libertad de enseñanza) y el tribunal constitucional con una “mirada coherente” de todos los derechos resolvería el caso.
No puedo sino disentir de esa reconstrucción. En tanto sabemos que es ingenuo plantear los problemas constitucionales como debates deductivos es que debemos concentrarnos en refinar el procedimiento de análisis de constitucionalidad. Y mi propuesta en este sentido es bastante sencilla. El análisis de constitucionalidad no debe realizarse como si fuese un mero “check list” deductivo. Y ello porque las normas constitucionales no son sólo un límite al poder sino también la consolidación de un programa que define los principales bienes o intereses sociales que los poderes públicos deben implementar. Mi propuesta – nada de novedosa, por lo demás – muestra la preocupación de que una ley de reforma de tan alto impacto como la se está llevando a cabo en estos momentos, que de forma evidente genera modificaciones en situaciones jurídicas existentes (no podría ser de otro modo), altera comportamientos asentados y modifica dinámicas de acción, sea juzgada con un simplista proceso de contraste o con una estática libertad de enseñanza.
¿Quiero con este planteamiento imponer mis preferencias, tal como denuncia Correa? Debo negar esa afirmación. Mi calidad de profesor universitario me aleja de la imposición y me permite solamente pretender convencer a un auditorio que una complejización en el análisis de constitucionalidad es mucho más provechosa y eficiente que un examen basado en un contraste ingenuo entre la ley de reforma y uno que otro precepto constitucional. La flagrante situación de inconstitucionalidad que posee el actual sistema educativo chileno no puede ser sólo un dato sociológico sino que debe necesariamente considerarse a la hora de juzgar la incidencia de un proceso de reforma educacional en la implementación de los valores sociales que la constitución impone a los poderes públicos (Santiago, 23 marzo 2015)